sábado, 30 de julio de 2011

Los ensayos preliminares hechos por Robert Boyle en 1673 parecían indicar lo contrario: pesada meticulosa de varios metales antes y después de su oxidación mostraba un notable aumento de peso. Estos experimentos, por supuesto, se llevaban a cabo en recipientes abiertos.
La combustión, uno de los grandes problemas que tuvo la química del siglo XVIII, despertó el interés de Antoine Lavoisier porque éste trabajaba en un ensayo sobre la mejora de las técnicas del alumbrado público de París. Comprobó que al calentar metales como el estaño y el plomo en recipientes cerrados con una cantidad limitada de aire, estos se recubrían con una capa de calcinado hasta un momento determinado del calentamiento, el resultado era igual a la masa antes de comenzar el proceso. Si el metal había ganado masa al calcinarse, era evidente que algo del recipiente debía haber perdido la misma cantidad de masa. Ese algo era el aire. Por tanto, Lavoisier demostró que la calcinación de un metal no era el resultado de la pérdida del misterioso flogisto, sino la ganancia de algo muy material: una parte de aire. La experiencia anterior y otras más realizadas por Lavoisier pusieron de manifiesto que si se tiene en cuenta todas las sustancias que forman parte en una reacción química y todos los productos formados, nunca varía la materia de un elemento

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